viernes, 27 de febrero de 2009
TRATADO SOBRE LA MEZCLA DE LOS ALIENTOS. Por Hesnor Rivera
el giro de la humedad de tus labios
mis sentidos gritan
como pájaros fugitivos en la jaula.
Te sujeto entonces por las alas
de las rodillas – las rodeo
con mis manos como con lianas
florecidas en un fondo marino
para que no vueles. Para que no te vueles
de la red de arena
donde debe retenerte, mantenerte
el deseo. La necesidad
de que estés quieta pero devorada
por el mismo desasosiego mío
que no se sacia con el agua
de la sed de tu boca.
Ni siquiera con el aire de tempestad
de tus palabras
bebidas en la profundidad
de tu garganta cuando todavía
no alcanza a pronunciarlas.
Ni te tumbes de espalda
contra la puerta de la saciedad
que podría sumergirte en la llama
sagrada de la noche. La noche, la noche
regada como un olor sobre los órganos
renuentes a dormir. Disuelta
como el polvo blanquísimo de la sangre
cargada de metales preciosos
para que el corazón repique
las campanas de sus barcos – los guíe
sobre las marejadas que suben
desde tus muslos desnudos
hasta mis costillas mis clavículas
mis vértebras locamente
iluminadas por el faro de los malecones
del más largo deseo.
Para que no te vueles. Para que no te vueles
y desaparezcas otra vez por entre
las rendijas del alba concebida
por un hálito de cobertores violeta
- o por entre las ramas y las hojas
de la intermitencia
de tu respiración en el instante
en que más debo retenerte
mantenerte cautiva por el cuello
y por los hombros hasta sentir
cómo palpitan en tus venas
los pensamientos y los recuerdos
que bajan de tu cabeza
para alumbrar los labertintos
- ¡Oh! Paredes con cortinas celestes –
de las desapariciones de antaño.
Cierro la salida de tus alas
construidas y vueltas a construir
por la paciencia angelical de la noche
(la noche la noche) por la sedosidad
endemoniada de la noche
que continúa juntándonos sin duda
para que sea yo quien desaparezca
- quien sucumbe sobre tu cuerpo
como un navío que naufraga
en la madera de los bosques
del origen – en las selvas de las pasiones
trashumante y con cara
de pequeños animales sonámbulos.
Mezclemos nuestros alientos ahora
para que el día se detenga
donde todavía no empieza
y el temblor de la inagotable fatiga
tome más significado
que los que caben en las palabras
con que tejen y entrecruzan
sus pálpitos y palpitacionesel amor y la muerte para siempre.
VINO PARA EL FESTÍN (Selección) Por Atilio Storey Richardson
La madre dijo:
“Sacude los árboles, bésales la raíz
y sé generoso como la soledad
para que encima de tus hombros
caiga la lluvia de las aldeas del sur”
La madre dijo:
“En el rincón más húmedo del corral
guardo tres álamos de plata
-dulce como el sonido de los ríos-
Ve a medianoche, apacigua los animales tristes
y pregunta a los pájaros
por el duende que fabricaba flautas con la arena
y corría por el mar
con una diadema de girasoles entre las manos”
La madre dijo:
“Calla hijo, calma tu sed
y usa del vino que derraman los caracoles en las playas
porque realmente los días son escasos
como para permitirnos el llanto
o el anuncio de los distintos apellidos del cielo
sobre papel-japón en el que a veces
vienen envueltas mariposas desde las tierras del otoño”
La madre dijo estas cosas
y entre sus ojos
los manantiales se repetían como siempre,
iniciando el aleteo de las cigarras
sobre los frutos de la aurora
Maracaibo, 1955
I
Visteis tan sólo ayer este latido
de agredido calor y pulso grave
olvidado caer lejos del suave
clímax de eternidad de su gemido.
Visteis tan sólo ayer el aterido
bosque de heroicidad de un muerto clave,
violín de soledad donde no cabe
sino el duro fulgor del malherido.
Visteis este morir tan muellemente
que decoró con sangre su corriente
la elevada pared de su ternura.
Chenda volvió de un pueblo donde el alma
crece con tulipanes en la calma
de un banderín abierto a la dulzura.
2
Si encontraran sus labios la glorieta
que palpa mi esperar desorbitado,
si sus ojos cantaran el pausado
Canto del Buen Amor, si su silueta
Rompiera así el retiro asceta,
Todo tendría el rumor azucarado
De una aurora naciendo en el arado
De una falso girasol. Y en la meseta
donde su frente doble mis campanas
despertarán ansiosas las mañanas
a su tacto de rosa. Chenda: leve
fruto de paz, idioma de miel mansa,
Chanda tenue, revive sin tardanza
el mural de una fe que el tiempo bebe.
Maracaibo, 1955
1
Los murciélagos esculpían sus élitros urbanos
en la sorda herejía de la desfloración lunar.
Ella dormía sobre la hierba triste
que fluye hacia el arcoiris.
Hablaba de los crucifijos desaparecidos
bajo la sombra de los astros
y creía en el retorno de los espectros
que sufren la lentitud de la tierra.
2
¿Conocisteis su piel de mariposa
aquella tarde
cuando la calle
era una dentadura de mendigo furioso?
No traspongáis los flancos de esta muchacha jubilosa
o vería en vuestros rostros
el estúpido idioma de las ranas heridas.
Vedle los párpados
y no tendríais ese colmillo inútil
colgado de la noche.
Podrían saber por qué preside
con una plenitud de fuego ileso
mis rutas cotidianas.
Es la hora mojada
y sus costados turban mi soledad.
Maracaibo, 1955
A Marlene Finol
Ella dormía entre la hierba triste que fluye hacia los arcoiris.
Algo de aldea sin plaza, sin palomas, manaba de sus labios.
Hablaba de los crucifijos desaparecidos bajo la lluvia de los astros
y entre su voz de lámpara silvestre siempre reconocíamos
la ingenuidad del agua bañando nuestra sombra.
De pronto, rodó junto a nosotros la cordial lozanía
de la muchacha sueca, la dulce de setiembre.
Y preguntáis ahora por qué la tarde cuelga de sus aleros
esa diafanidad de gansos parecidos al resplandor de la neblina?
Ahora se entiende todo.
No traspongáis los muros de esta criatura milagrosa:
la huella de sus hombros limpia con alegría la impureza bendita
de todos nuestros ríos.
Podrían saber por qué preside con una plenitud de silla ilesa
mis rutas cotidianas.
Lloverá simplemente en la zona del aire
donde nacen sus flautas deliciosas.
Podría llegar ahora nuestra liviana muerte:
por encima del alba, la paz de sus vitrales barre mi soledad.
Maracaibo, 1955
Canto del Paraíso
Y el ángel más hermoso
se detiene y le dice:
Mírame a los ojos, besa mi boca
y recógeme sobre los ríos
o sobre los largos caminos.
Llámame siempre junto al fuego
porque yo soy la sombra de tu amada.
Comunícale tu mensaje
a los sobrevivientes
y hazles saber de una comarca
antigua como el oro,
sólo habitada por luciérnagas,
por doncellas de azúcar
y por árboles iniciados a la luz de la luna
en los oscuros ritos de la Estrella Polar.
Que nunca mi sangre caiga en vano
para que tus hijos y mis hijos
sean como partículas de amor
sembradas sobre la tierra,
para que siempre juntos
nuestros besos sean un cáliz de ternura
para sobrevivir a la muerte”
Mérida, 1957
El paraíso de la amada
Vuelas todos los días,
resucitas
y cantas con voz trémula
que alumbra el paraíso.
Clara
como los ángeles,
como el día que siembra el porvenir…
Te busco, te doy caza.
Tú eres el ave
que sube para siempre.
Mérida, 1958.
Crónica de la amada
Para Adelaida de Viñas
Te he amado bajo la lluvia.
De tu cabello ruedan pájaros dulces,
hilillos de sangre más blanda
que tu propia ternura.
Nos hemos besado detrás de la lluvia.
Algo nuestro quedó sobre el césped
que ahora florece alegre
como si de repente
todas las madrugadas
se hubiesen convidado
para una cita aquí junto a tu boca.
La lluvia nos moja el rostro.
Y tú sonríes
y quisieras correr
como en esas leyendas orientales
que deposito sobre tu sombra
cuando anochece
y todo el canto del bosque se oculta
para que salgan las primeras estrellas
y resplandezca tu ternura
como una piedra ceremonial
iluminando las cabañas del río.
Mérida, 1958.
Retorno de la amada
Ayer cuando tu sombra cruzó hacia el horizonte
tocando con los dedos la voz de la memoria
se nos tomó de pronto campanadas el alba
y una aire de ceniza rodó sobre los muros.
Nadie sabe decirnos adónde huyó la risa
que por aquí corría entre los girasoles.
Allá cerca del alba todavía los pájaros.
Allá cerca del alba nada más que la hierba.
Lejanas ruinas cercan la pradera desierta.
Allá cerca del alba sólo escombros, encinas.
En la tarde sucumben sin piedad las colinas.
Sólo queda el follaje de frustradas quimeras.
Sólo queda en la tarde esta lenta madera
que tal vez pertenece a un antiguo navío.
Mérida, 1958.
Testimonio del viento
A Carlos Paredes,
Fraternalmente.
Como un gran pájaro para iniciar el canto
el viento deja hilvanar sobre los días
pequeños trozos de carbón encendido.
Como anunciando desde lejos
el retorno anhelado
las lluvias se columpian
y siete lámparas ilustres
se abren en semicírculo
sobre los cielos
indicando hacia el Este
una columna de gaviotas
que hacia el crepúsculo
se acercan al caminante
que aguarda sobre los muelles,
que visita las agencias de viaje
los prostíbulos y los parques
como buscando algo perdido.
Y algo le dice que no hay tristeza todavía
que sobre el vino danzan ángeles
más afables que el amanecer
y más eternos que su rostro.
Cavo lentas señales,
recojo estas monedas.
Ruedan crueles los días.
Toco y nadie responde.
No hubo el grito que siempre acompaña
la tristeza de las bestias errantes.
París, 1958
martes, 24 de febrero de 2009
APOCALIPSIS. Por Valmore Muñoz Arteaga
Palabras y trazos coloridos rumiaban el secreto de los abismos más recónditos de los sueños. Palabras y trazos que nacían de la sensibilidad infantil de Hesnor Rivera, César David Rincón, Atilio Storey Richardson, Laurencio Sánchez Palomares, Miyó Vestrini, Francisco Hung, Ignacio de la Cruz, Régulo Villegas, Rafael Ulacio Sandoval, Homero Montes, Néstor Leal, Alfredo Áñez Medina y Ricardo Hernández. Cada uno es un crepúsculo atado a los besos de la madrugada, a la lluvia sideral que acecha en silencio las revelaciones del ámbar y de los sueños. Cada uno es resquicio donde respira el desvelo, la memoria, el rostro que arguye junto a la fiereza del relámpago que el hombre tiene derecho a soñar.
Hesnor Rivera llegaba de Chile. Según el propio poeta, venía a continuar un proyecto dejado a medias con Adriano González León y Salvador Garmendia. Sin embargo, la historia y su sin sentido lo lleva a participar de otra fiesta, a hinchar desde el Piel Roja los fuegos helados de un sol que no despertaba. Entonces, en el corazón de Maracaibo se desvistieron espejismos alucinados. Emprendieron a quemar como rito sagrado los rostros de un pasado innombrable. César David Rincón llegaba de otras esferas. Venía del camino empinado de la noche acompañado de Novalis y Hölderlin. Atilio Storey Richardson traía bajo el brazo de la vigilia el vino, un piano a la orilla del río y un violín, y de su boca colgaba algo que parecía un soneto de Dante, pero era un holocausto secreto donde la palabra tomaba una nueva esperanza. Miyó Vestrini ofrecía los pétalos marchitos de su tía y los fantasmas de un cuento de la infancia. Laurencio Sánchez Palomares entregaba para el festín su perfil de lobo estepario y una mujer proveniente de los jardines del sol que sólo aprendió a andar entre animales tristes acompañada de la muerte.
Había entonces que trastocar al mundo real, el mundo real tenía que ser absorbido por un espacio distinto, el espacio de la imagen, la imagen poética que surge para conquistar un mundo a través de otro que lleva en su vientre: un mundo imaginado en las ensoñaciones del poeta. Por ello en muchos de sus poemas acuden a la ciudad nativa para embriagar de imágenes las líneas del misterio. Maracaibo se descubre escondiéndose en una suerte de rito sagrado que devele las muecas y las ranuras de su cultura, de sus colores, de sus sueños. Maracaibo se volvió desde entonces un bosque con alas y tejidos de mariposa múltiple. “Un bosque echado sobre su propio vientre / para beber salsas de rones / en los arcos alucinantes del lago” El mismo lago que hoy es un aluvión del odio por el espíritu, por las formas sagradas de la naturaleza. Este lago que hoy se tiñe con la más robusta mediocridad.
Apocalipsis nace como testimonio de la piel oculta de los pájaros. Eran testimonio de las campanadas de la libertad que comenzaban a desnudarse muy temprano por la mañana. Eran testimonio del Dios de Nietzsche transpirando la muerte por los ojos, la boca, el silencio. La rebeldía dibujaba semicírculos sobre el cielo deshabitado. Udón Pérez se incendiaba ahogado de la risa. Enloquecían las mujeres que corrían desnudas por las calles amamantando a los mendigos escapados de París. Libros sobre libros, palabras tras palabras, Apocalipsis iniciaba el rito que los inmortalizaba en vida. La poesía zuliana nunca estuvo en tal altos sueños. Nadie se había atrevido a tejer heridas en lo inmutable. Apocalipsis respondía al llamado de Dante y de Goethe. Apocalipsis trazó con imágenes de otra edad las huellas sobre el rostro de una sinfonía de Franck. Apocalipsis abría las venas de la modernidad en la poesía zuliana y se transformó, sin el permiso central, en una referencia obligada en las letras venezolanas.
Este año se cumplen 50 sueños del nacimiento de Apocalipsis. Y todo está tan quieto, tan en silencio. Ellos parecen tornarse invisibles otra vez. La vida parece llevárselos hasta en el centro de la muerte. Las venas de la tierra donde yacen sus ojos asombrados dejan de pulsar poco a poco la sangre que se vierte en los sembradíos de la alborada para que amanezca otra vez. Apocalipsis no fue el viento que vino a viajar. Apocalipsis es una obligación con el futuro que ya abre sus ojos. Apocalipsis es una juventud de lanzas ansiosas por penetrar en una nueva vida prometida para ellos por quienes les seguimos: la eternidad.
APOCALIPSIS. Por Hesnor Rivera
el agua de los desastres.
Desencaja los dientes de las alas y rumía
-los dientes que sangran
mucho más
que los remos de un naufragio.
Mucho más que los jóvenes bajo el cielo
tormentoso de agosto.
Sólo los labios del ojo silban como las serpientes
flechas con cartas de venganza.
Rojas baladas que cruzan la noche
como estrellas errantes.
¿Qué manda el amo? gritan niños melancólicos
en las noches de barro. Se escribe M
delante de B y P como en la palabra Constantinopla.
Cuando se nace junto a un lago inmenso
como el pecho leguminoso de las mucamas.
Cuando se crece junto al pecho del agua
a cuyo alrededor
gira el mundo
dividido en sus partes:
dime tú cola caimán
enamorado del jardín de relámpagos
gelatinosamente ciegos del petróleo.
Dime tú lobo extinguido como una lámpara
por la sed de gusano peludo de los mares.
Decidme vosotras
¡oh! vírgenes empolladas
de gavilanes trágicos.
Decidme ¿no se nace y se crece para el mundo
y no obstante se está echado como un gallo
doméstico a orillas de la conquista?
¿No se nace y se crece como el mundo
que se divide en sangre
de conquistadores
y en llagas que se abren
como las orejas de la tristeza humillante?
Mi país rumía en secreto el agua de los desastres.
¿Qué manda el amo? gritan los niños melancólicos
en las noches de barro. Se escribe M
delante de B y P como en la palabra Constantinopla.
Un navío distante cuelga entre los troncos
de las palmeras
como la hamaca
de un rey monstruoso.
Sobre los adoquines de alquitrán
de los puertos mueren los padres.
Ellos se doblan sobre las cajas
exportables de calor
que consumen países
embriagados de incendio.
Sólo a mediodía llega la tribu
de los caras de tigre –buscan su antigua edad
de oro entre las ratas muertas por el soplo
de cuernos del carburo que madura los plátanos.
Puede ser que sobre el agua comience
verdaderamente
el infierno.
Comiencen verdaderamente
los altos martirios.
Puede ser que en las brillantes dársenas
de las hogueras
un hombre aspire
alimentar
los insectos del bosque.
Un hombre intente estrangular con el sexo
los fuegos verdes que se hinchan
como la semilla de bestias
cuyo interior de vendaval resguarda
las grandes alas dicotiledóneas del trópico.
¿qué manda el amo? gritan niños
melancólicos en las noches de barro.
Bajo su loco sol de techo de langosta
la ciudad
oye también
su propio nacimiento.
Alrededor de los cocales crecía
y daba vueltas como un asno pequeño.
Alrededor del templo de los asaltantes crecía.
Alrededor del fuego de las ciénagas.
Crecía alrededor de los mineros desolados
dentro de sus esqueletos
con órbitas de linternas agónicas.
La ciudad crecía –crece siempre
alrededor de víctimas doradas.
De muertos que rodean sus memorias
con violetas bucales. Crece sólo alrededor
de las excavaciones
donde suelen esconderse
para siempre los muertos.
Mi país rumía en secreto
el agua de los desastres.
Bajo ese sol de piel negra una isla
se construye por sí sola en el alba.
De lo alto de la selva
parte ríos de naranjas purpúreas.
Parten avalanchas muertas de animales de peltre.
Camina la espadaña
con sus patas
de ciempiés limoso.
Entonces una isla no es un nido
de corales
benditos.
No es una puerta abierta hacia la luna
que maneja con siniestros hilos
desde todos los cielos la crueldad del relámpago.
Una isla es el centro
desconocido
de la zona en acecho.
Gordos espádices sostienen
los huevos luminosos
de una fauna sombría.
Y al final sólo una historia sin sentido
Llega a delatar el velorio
de la mujer siempre anciana
con que el rancho gramíneo podía participar en la fiesta.
¿Qué manda el amo? gritan niños melancólicos
en las noches de barro. Se escribe M
delante de B y P como en la palabra Constantinopla.